Pobreza existencial, pobrezas estructuradas. Por Roberto Vidal Failde

Harry Gruyaert

Harry Gruyaert

¿Qué vais a encontrar en estas líneas?

Una mirada al mundo de la enfermedad y a la sociedad en la que vivimos y morimos, desde los ojos de un educador social. No esperéis muchas citas ni bibliografía que avale mis afirmaciones. No es un artículo científico, tan solo un deseo de compartir algunas intuiciones que brotan de mi experiencia profesional durante estos últimos cinco años a caballo entre el Hospital de Basurto y el Hospital de Cruces. ¡Como en todo compartir, si este acto es honesto, no puede uno por menos que retratarse! Creo que lo hago, mi modo de pensar, sentir, mirar, actuar…no son neutros, nunca lo han sido y nunca lo he pretendido y obedecen sin duda al modo en el que he sido forjado desde mi particular itinerario biográfico. Nuestra profesionalidad está íntimamente conectada con quienes somos. Por esto es tan importante para nuestra tarea trabajarnos bien personalmente, de tal forma que nuestro mundo interno, no solo no distorsione la tarea profesional, sino que la enriquezca, le de profundidad, la dote de matices, la empape de autenticidad.

 ¿Qué quiero expresar con la expresión pobreza existencial?

Lo primero que pienso, desde una mirada hospitalaria, es decir, desde una mirada que acoge la realidad del otro, es en esa pobreza existencial, en esa fragilidad constitutiva del ser humano, y de la que participamos todos los seres vivos. Aunque el mundo en el que vivimos intente ocultar el hecho de la enfermedad, del dolor, del sufrimiento, de la pérdida, de la muerte. Aunque se nos intente anestesiar de las formas más refinadas y de otras, más bien bastas, todas las personas en algún momento de nuestra vida o en la vida de quienes queremos, nos encontramos con esa vulnerabilidad existencial compartida. ¡Esta no la elegimos! No depende de nosotros. Podremos, eso sí, convivir con ella de diferentes modos. La máxima expresión de esa pobreza existencial es sin duda la muerte, por la que finalmente somos despojamos de todo.

Pero hay otras pobrezas que yo llamo pobrezas estructuradas o inducidas. Son aquellas que dependen de nosotros, de los seres humanos, y que por eso mismo son evitables. Pobrezas inducidas o si lo preferís pobrezas planificadas, y estructuradas por los poderes económicos y políticos de nuestro mundo. Sobran ejemplos. Son situaciones a las que están sometidos miles de millones de seres vivos y demandan un compromiso de todas, para ser eliminadas algunas de esas situaciones o al menos minimizadas. Puede que algunas de esas situaciones sean difícilmente transformables, pero entonces siempre podremos, al menos, estar junto a quienes están sufriéndolas en primera persona. Estas pobrezas inducidas siempre añaden un plus de sufrimiento, innecesario, injusto, vergonzoso a esa que llamábamos pobreza existencial que nos alcanza a todas.

¿Cuáles son estas pobrezas estructuradas e inducidas?

Una primera que he identificado en mi tarea de acompañar a personas y familias en el hospital es la pobreza emocional. Esa falta de destreza para manejarnos con nuestras propias emociones y las de quienes nos rodean. Angustia, rabia, miedo, enfado, impotencia, tristeza forman parte de nuestras vidas. En situaciones de enfermedad, de final de la vida, aparecen si cabe con más intensidad y no nos manejamos como nos gustaría, más bien muchas personas tenemos la experiencia de la dificultad en identificar, expresar o acoger las emociones propias y de quienes nos rodean. Aparece aquí una primera de las tareas del profesional de la educación social en este contexto, acompañar en el manejo de la vivencia emocional que brota del momento de enfermedad, del final de la vida o de la pérdida de un ser querido. Acompañar a la persona, a la familia e incluso en ocasiones al profesional sanitario. ¡Y por supuesto dejarnos acompañar nosotras mismas!

Nuestra sociedad no educa suficientemente en esta dimensión tan importante de nuestra vida como es la emocional. El modelo social imperante nos sustrae oportunidades para ir familiarizándonos con situaciones donde podríamos ir haciendo aprendizajes en el manejo de estas emociones, mal llamadas, negativas. Un aprendizaje progresivo, cotidiano. Es verdad que algunos planteamientos en educación desde hace unos años están posibilitando que las niñas y niños desde muy temprana edad vayan adquiriendo competencias en la gestión de emociones. Pero sigo observando en mis entornos y fruto del ambiente dominante, una suerte de opción pedagógica bien intencionada sin duda, pero que cae en el sobre proteccionismo y que trata de evitar cualquier exposición de niños y niñas a situaciones que, si bien son dolorosas, piénsese en perder a las abuelas y abuelos, si se acompañasen debidamente por un adulto, serian situaciones donde el menor podría ir construyendo su propio bagaje personal de afrontamiento de la realidad y este procesualmente irse enriqueciendo a lo largo de los años de su vida. Aún nos queda mucho camino por delante.

Una segunda pobreza seria la relacional. En el mundo de la híper-conectividad cada día más personas viven situaciones de extrema soledad, provocadas por rupturas relaciónales con la familia, con los amigos, con los vecinos o simplemente porque ya no viven nadie de su entorno familiar o social con el que había generado sus vínculos. A veces, por razones aparentemente menores, no contar con ascensor y consecuentemente no poder bajar a la calle, a la plaza, al centro de jubilados. A más conectividad digital no necesariamente estamos más acompañados sobre todo en los momentos de la vida en los que necesitamos una caricia, una mano, un abrazo, una voz que nos tranquilice. En esto las redes sociales no nos sirven. No niego ni mucho menos el aporte positivo de estos canales de comunicación, solamente digo que hay personas que no tienen acceso a ellas. Y si tienen acceso no por ello quedamos eximidos de proporcionar otra comunicación en términos de caricia, escucha, tacto, olor…tono. La educadora o el educador social en un hospital ha de tener una mirada preferente puesta siempre en quienes transitan la enfermedad o incluso los últimos momentos de su vida en la más absoluta soledad. Quizás podamos en ocasiones re-crear una pequeña red social o en otras ser nosotras mismas ese vínculo relacional para que nadie afronte el salir de esta vida en soledad.

En un tercer lugar podemos hablar de la pobreza de recursos materiales y económicos. En el hospital encontramos a personas que subsisten con una RGI, con pensiones exiguas, que viven en pisos antiguos sin las medidas de accesibilidad mínimas. Una barrera arquitectónica como unas escaleras para acceder a un tercer o cuarto piso hacen que de un día para otro no puedas regresar a tu casa porque no tienes ascensor, y tu movilidad se ha visto reducida de forma notable por algo tan frecuente como una rotura de cadera. Y entonces vas a una residencia, si puedes permitírtelo y si hay plaza. Si además esta residencia no está cerca de donde vivías, además de perder el contacto cotidiano con tu vecindario, ocurrirá que tu familia tendrá que ir más lejos a verte, y entonces no por capricho, sino como consecuencia de la vida “estrujada” a la que ya estaban perfectamente adaptados, no podrán irte a ver todos los días. Recuerdo ahora una conversación con una mujer que me decía: “Esta residencia no nos da mucha fruta porque dicen que es muy cara, pero prefiero estar en ella porque así estoy más cerca de mis hijas y me visitan todos los días, de otra forma les sería muy difícil, ya sabes…trabajando fuera de casa, y luego los críos…”

En el hospital, como en otros ámbitos de nuestra sociedad, encontramos personas en situaciones de vulnerabilidad e indefensión. Situaciones que agravan el sufrimiento de las personas a la hora de transitar por el sistema sanitario. Situaciones que al no intervenir sobre ellas generan un plus de sufrimiento que se suma al derivado del propio proceso de enfermedad grave o de final de la vida. Personas mayores, personas solas, personas con algún tipo de discapacidad, personas en situaciones de exclusión social, personas migrantes, personas privadas de libertad (enfermería de las prisiones y módulos penitenciarios en los hospitales), personas que sufren algún tipo de enfermedad mental. Se me antoja más necesaria que nunca la figura del profesional de la educación social no solo como el que acompaña a personas concretas sino como quien pone en contacto a esas personas con los recursos comunitarios necesarios para dar respuesta a sus necesidades. Sin duda aquí aparece una tarea inaplazable que tiene que ver con tejer una red de coordinaciones necesarias tanto dentro como fuera del hospital con los diferentes profesionales: trabajadoras sociales del hospital, médicos, responsables de recursos residenciales, etc.

La pobreza laboral, aunque podríamos enmarcarla en esta pobreza económica, merece párrafo aparte. Porque afecta a personas en situación de enfermedad, a las familias y los propios profesionales sanitarios. En la situación de estos últimos no me voy a detener, creo es suficientemente reciente los recortes y las respuestas de diferentes colectivos profesionales en formas de “mareas”. No tener trabajo o tener un trabajo precario. Trabajos puntuales, de forma discontinua, que como consecuencia imposibilitan desarrollar un proyecto de vida felicitante e imposibilitan muchas veces estar cerca, con calidad, de las personas que más quieres. Me he encontrado no con pocas madres que me explican que su hija o su hijo no están allí porque tienen miedo a pedir los días que le corresponden para estar con su padre gravemente enfermo, porque acaban de encontrar trabajo y temen, que recién incorporados, el hecho de solicitar unos días incida en la no continuidad o despido del trabajo. ¡Nadie debería tener que elegir entre estar con su madre/padre los últimos días de su vida y perder el trabajo! ¡Esto es violencia! No lo puedo calificar de otra forma. No os descubro nada constatando un dato que todas conocemos, la brutal precarización del mundo del trabajo. Y esto de mil maneras distintas precariza nuestra salud.

Por ultimo en mi práctica diaria y en algunos acompañamientos personales y a familias me he encontrado con otro tipo de pobreza, que denomino espiritual y/o religiosa. Trato de explicarme, porque quizás esta es una dimensión seguramente que se nos escapa más a menudo. Quizás podamos pasar más de puntillas sobre ella en otros ámbitos donde venimos ejerciendo como profesionales, pero en un ámbito tan especifico, con tal densidad existencial como es el ámbito hospitalario, es difícil, que no se nos pida una palabra en el marco del acompañamiento personal sobre esta “capa/dimensión” de la vida de muchas personas.

También es importante tener claro que no es lo mismo espiritualidad que religiosidad. Digamos de manera muy rápida, con mucha imprecisión, que la religiosidad (budismo, islamismo, cristianismo, judaísmo, etc.) puede ser una manera concreta de canalizar la espiritualidad. Había alguien que lo explicaba diciendo que la espiritualidad es el agua y la religiosidad es la copa y dependiendo como sea esta la espiritualidad adquiere unas formas u otras. Cuando hablamos de espiritualidad estaríamos hablando de esa capacidad común a todo ser humano de ir construyendo marcos de sentido a partir de las preguntas de fondo que, con mayor o menor intensidad, dependiendo del momento vital en el que uno este, terminan por aflorar: ¿Cuál es el sentido profundo de mi vida? ¿Qué sentido tiene este hecho concreto que me está aconteciendo? ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? ¿En este estilo de vida que llevo verdaderamente soy libre, lo he elegido yo, me compensa de veras?

No se nos educa suficientemente en la capacidad de hacernos preguntas por el sentido profundo nuestras vidas, y menos aún se nos acompaña en el proceso de búsqueda personal de algunas respuestas. Es verdad, en los nuevos modelos pedagógicos desde hace unos años se vienen implementando una línea de trabajo enfocada a la consecución de una cierta competencia espiritual, pero con una implantación muy desigual tanto por escuelas como por países. Siempre he pensado que al sistema social instaurado en el que vivimos, al menos en esta parte del mundo, no le interesa que nos hagamos preguntas y menos algunas de largo alcance, no vaya a ser que, tirando, tirando del hilo…descubramos que nuestras vidas discurren en un decorado que alguien todos los días va perfeccionando para que cada día tengamos una mayor satisfacción como usuarios y de ese modo no despertemos como ciudadanas y ciudadanos. A esto ayuda mucho eliminar una asignatura como filosofía o reducirla a su mínima expresión. ¡Digo que ayuda al sistema a eliminar elementos que nos ayuden a pensar, a mirar más lejos, a cuestionar, a comprometernos, a soñar, a imaginar una sociedad diferente construida desde la fantástica diversidad!

No quiero pasar por alto, aunque de pasada lo he dicho más arriba, que cuando acompañemos procesos de personas y familias, en situaciones de enfermedad grave y final de la vida, se nos va a exigir una palabra sobre esta dimensión de sentido, y es aquí donde habremos de haber hecho un trabajo personal previo. Este trabajo personal puede estar en distintos niveles. Podemos habernos hecho personalmente algunas preguntas y si no tenerlas contestadas al menos tenerlas formuladas nos ayudara a no echar un paso para atrás cuando a quien estemos acompañando nos pregunte que pensamos sobre algunas de estas cuestiones. Si además tengo alguna formación, conocimiento sobre el marco de sentido especifico de la persona pues como dice un compañero mío, ¡Miel sobre hojuelas!

Lo importante, ojo, no son nuestras respuestas, sino acoger las preguntas del otro y acompañarle en la búsqueda de sus propias respuestas. De igual modo no es determinante que compartamos el mismo marco de sentido, el mismo sistema de creencias, sino que, como profesional de la educación social, habiéndome comprometido a hacer un acompañamiento integral, sepa poner los recursos, bien propios u otros del entorno al alcance de la persona que acompaño, respetando siempre su marco de creencias. No tengo porque ser musulmán, pero puedo poner en contacto a la persona que acompaño si así lo solicita con su referente religioso, no tengo porque ser cristiano, pero puedo entender que para el que tengo enfrente su creencia puede ser una herramienta valiosa para caminar por el momento vital que le toca. Y por lo tanto estará en mi buen hacer profesional el facilitarle aquello que demanda poniéndole en contacto con los referentes de sus confesiones religiosas. Las personas que se autodefinen como agnósticas o ateas tienen sus propios marcos de sentido, aplíquese el mismo criterio, es decir, ayudémosle a desarrollar su marco propio de sentido. No digo que sea fácil todo esto, pero sí que es un reto para quienes conjugamos con letras mayúsculas el verbo ACOMPAÑAR.

No contamos con una sociedad, y menos con un modelo sanitario, que contemple al ser humano en todas sus dimensiones y consecuentemente ponga medios para afrontar las necesidades espirituales que todos tenemos (necesidad de perdonarme a mí mismo, la necesidad de pedir perdón, de perdonar, de agradecer, de reelaborar el sentido de mi vida). Nos tocara como profesionales de la educación social en el ámbito socio sanitario y más concretamente en el hospitalario, reivindicar con nuestro hacer cotidiano un sistema que supere ese reduccionismo de corte biologicista que nos conceptualiza puramente como materia orgánica, privándonos de la posibilidad de un afrontamiento más amplio y rico de situaciones como la enfermedad, la muerte o un proceso de elaboración de la perdida. Todas ellas de un calado vital inigualable. ¡Antibióticos por supuesto, acompañamiento integral también!

Termino pidiendo disculpas porque tan solo he identificado necesidades y no me he detenido, más que muy superficialmente, en las propuestas posibles que están en nuestra mano implementar en el marco del sistema socio sanitario como educadoras y educadores sociales. ¿Excusa para un segundo artículo?

Os dejo como cierre esta entrevista a dos médicos y, bajo mi punto de vista, dan una lúcida respuesta a la pregunta que se les plantea, y con la que seguro muchas de nosotras estaríamos totalmente de acuerdo.

 

¿Cuál es el principal problema de salud de este país?

M. La desigualdad social. Ser pobre es una condena a vivir y morir con/por enfermedades y problemas de salud “médica y socialmente evitables”. Ser pobre conlleva sufrir en vivo y en directo la Ley de Cuidados Inversos.

J. La falta de democracia, que se expresa bien con la debilidad del Estado frente al delito y el fraude fiscal. La falta de democracia mata más que el cáncer o los problemas cardiovasculares al hacer frágiles las estructuras y organizaciones públicas que deberían “defender” a las minorías (y a todos) contra los abusos de los poderosos (que en su afán de recorrer con rapidez el camino de la codicia dejan un rastro literal de enfermos, minusválidos y muertos).

[Entrevista de Rafa Cofiño a Mercedes Pérez-Fernández (M) y Juan Gérvas (J)]

 

http://www.actasanitaria.com/quiere-tener-mas-salud-y-morir-mas-tarde-es-facil-y-cruel-evite- la-pobreza/


Roberto Vidal Failde. Educador Social.

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