–
Muchas de las prácticas sociales e institucionales que alberga la red asistencial y, en particular, los dispositivos creados para personas en situación o riesgo de exclusión social se basan en modelos de reeducación y tratamiento que condicionan de manera muy notable tanto el acceso al servicio como el trabajo de acompañamiento, propiciando en multitud de ocasiones el abandono de estos programas.
Se trata, en consecuencia, de profundizar tanto en los límites éticos como en la separación necesaria que existe entre la voluntad terapéutica, a veces feroz, y la función social de acoger y alojar a aquellas personas que se encuentran en una situación extremadamente vulnerable.
Mantener esta función “social” es precisamente lo que permite marcar un límite a una voluntad terapéutica que, sin este límite, arriesga transformar la institución en un lugar de alienación, improvisación y de experimentación a ultranza.
En este sentido, el modelo Housing first plantea una separación muy interesante a la par que necesaria y contundente entre lo terapéutico y lo social. Dando a entender que si bien ambas tareas son compatibles también es cierto que se corresponden con momentos y tiempos distintos. Separar ambas perspectivas permite pensar los recursos residenciales para las personas sin hogar desde un prisma diferente a la actual lógica predominante.
Además, tanto para la una como para la otra, es necesario e imprescindible contar con el consentimiento del sujeto. Un sujeto de derechos, un ciudadano de pleno derecho que solicita, siguiendo los trámites necesarios, ser puesto al abrigo en una institución. Baste decir que en el contexto actual de los servicios residenciales tienden a confundirse estos dos campos, lo terapéutico y lo social, como si formaran parte de una unidad indisoluble y amalgamada.
Separar el acto “terapéutico” del acto “social”
En la actualidad existe una peligrosa tendencia a confundir y solapar el acto terapéutico con el acto social, más propio de las prácticas educativas. Dicho de otra manera, para que una persona, cualquiera de nosotros, pueda solicitar ayuda y apoyo debe antes existir un previo, una demanda y un consentimiento. Poder sostener la posibilidad y la confianza de que algunos de los malestares que uno experimenta puedan ser abordados en el encuentro con un otro, bien sea éste un profesional, un servicio o un dispositivo de atención socio-sanitaria. Sin este consentimiento, toda praxis de “acompañamiento” corre el riesgo de convertirse en adoctrinamiento y sumisión.
No se entiende, pues, no se deduce automáticamente que en multitud de dispositivos de la red asistencial se opte por unas metodologías que condicionan la estancia a unos objetivos terapéuticos que se imponen de entrada y por igual a cada persona, sin tener en cuenta la particularidad de cada caso. Todos estaremos de acuerdo en afirmar que el acceso a un tratamiento no debe ser tomado como condición previa y necesaria para el acceso y el mantenimiento en una vivienda. Entonces ¿Por qué se exigen objetivos terapéuticos en las prácticas sociales? Es una pregunta que encierra múltiples paradojas y malentendidos, y a la que trataré de contestar en este breve artículo.
Esta separación entre disciplinas, entre prácticas sociales y terapéuticas, debe ser abordada con la mayor prudencia y detenimiento, ya que si bien se trata de dos disciplinas diferentes, la psicología y la pedagogía, considero imprescindible que exista una conversación entre ambas. Lo cual no implica que se den al mismo tiempo ni en el mismo lugar, ni que sea una la condición de la otra. No obstante existen múltiples maneras de pensar su articulación. Sin ir más lejos, existen por ejemplo prácticas sociales orientadas por la clínica en el campo de las psicosis infantiles con gran éxito y eficacia social, o las múltiples experiencias educativas que se apoyan en la supervisión clínica para poder alojar y acompañar a las personas con enfermedad mental grave que acuden a su servicio. En el mismo sentido, la construcción del caso en red (Ubieto, Barcelona) permite organizar una conversación entre las diferentes disciplinas y servicios que atienden un caso en común, situando los límites y las funciones de cada uno, así como orientando un trabajo común y colaborativo.
En mi opinión, esta cuestión encierra un debate fundamental que debería suscitar, cuanto menos, la inquietud de aquellos profesionales y disciplinas que concurren en el aparato de la red asistencial y los Servicios Sociales. Como señala Alfredo Zenoni, ¿Cuál es la razón misma de la existencia de una institución? “Las instituciones de cuidados y de asistencia existen, antes incluso que para afrontar el “tratar” al sujeto, para acogerlo, ponerlo al abrigo o a distancia, ayudarlo, asistirlo: antes que tener un objetivo terapéutico, es una necesidad social.” Es un deber de humanidad, añade.
Quizás no se haya percibido que es a causa de esta confusión entre su función hospitalaria y sus objetivos terapéuticos, por lo que la institución ha podido ser objeto de crítica y de medidas de abolición tanto en el pasado como en el presente. Tenemos muy reciente la experiencia italiana de abolición de los Hospitales psiquiátricos y sus devastadores efectos. En cambio, a las personas sin hogar se les “aplica” generalmente el conocido vulgarmente como “método de la escalera”, a saber, si la persona cumple con las exigencias de “tratamiento” que se le imponen podrá ir ascendiendo progresivamente a mayores niveles de asistencia hasta poder alcanzar una vivienda normalizada. Obviamente, para la gran mayoría no funciona, en consecuencia, cada 6 días muere una persona en la calle en España y su esperanza de vida desciende dramáticamente con respecto al resto de la población.
Un ejemplo: María
A continuación expongo uno de entre muchos ejemplos que podemos constatar en nuestra práctica, a modo de ilustrar mejor algunas de las dificultades y obstáculos con las que se encuentra tanto la persona que solicita apoyo como los profesionales y servicios que le atienden. María sigue un tratamiento en un CSM, se encuentra alojada en un albergue y es atendida en un centro de día. Tras solicitar la valoración de exclusión social, necesaria para poder acceder a una plaza en un recurso residencial, acude a una primera entrevista con la responsable del dispositivo asistencial al que ha sido derivada. En esta entrevista se le ordena cambiar su tratamiento psiquiátrico (“Sabemos que no lo estás tomando bien“) que será administrado y controlado de ahora en adelante por los educadores del piso, además se le advierte de que “estará vigilada las 24 horas del día” así como que deberá dejar de acudir a los comedores sociales, al centro de día que frecuenta y abandonar las pocas e intermitentes relaciones sociales que mantiene, por considerarlas “tóxicas”.
María, que ha hecho un intento de suicidio hace una semana y que desde hace un mes ha visto agravados sus síntomas de paranoia, rechazo y desconfianza, se pone inmediatamente en actitud defensiva. Esto es tomado por la entrevistadora como una actitud de desafío y de “no querer participar del programa”. Los días sucesivos, María se muestra esquiva y evita acudir a las comidas del piso de acogida. De nuevo, la lectura del equipo educativo se traduce en una frase que es dicha a María, “esto no es una pensión, usted aun no está preparada para residir en una vivienda”. A los pocos días, María se hace expulsar del dispositivo quedando expuesta a consecuencias dramáticas, en la calle, sin medicación, y sin poder confiar en nadie.
Lo que para María podía haber sido tomado como un comienzo, una solicitud de ser alojada y protegida de las dificultades que le perturban ( un corte con respecto a la deriva y la errancia a la que de manera repetida ha recurrido en momentos estragantes de su vida) se ha convertido en causa de mayor sufrimiento y desamparo.
Por otra parte, lo que podía haber sido leído como la posibilidad de iniciar un trabajo de colaboración entre servicios e instituciones sociales y terapéuticas ha quedado elidido y suprimido al acceder al servicio residencial que ha apostado por centralizar en su seno muchas, sino todas, las facetas de la red que el sujeto había construido, con gran esfuerzo, y que eran parte de su solución particular para afrontar sus dificultades y ocupar un lugar en el mundo.
Concluyendo
En nuestra práctica nos vemos convocados a inventar nuevas maneras de pensar la atención de los casos y las prácticas en red. Desde la Comisión Ciudadana Antisida de Bizkaia llevamos tres años realizando una praxis rigurosa en torno al método “la construcción del caso en red” (Interxarxes). Una práctica ética que nos permite engrasar y vivificar las redes de atención, eso sí, a la condición de respetar y promover las diversas singularidades; sujetos, agentes, disciplinas y servicios implicados. Poniendo a la persona en el centro de la red.
Las redes de asistencia pueden ser un apoyo para las personas que atendemos. Cada persona construye su propia red, que opera como sostén y orientación. Ésta puede ser concebida desde el albergue social, el comedor, el centro de día, el piso de acogida, el educador de calle, el psiquiatra, la biblioteca, el centro cívico, alguien de la familia, un amigo, la enfermera… y un largo etcétera. Todos y cada uno de estos agentes operan, en una topología, como lugares en los que el sujeto se apoya; diversificando las transferencias, los tiempos y las conversaciones. La red es una invención del sujeto, no hay dos redes iguales de la misma manera que no hay dos personas iguales.
Cada uno de nosotros nos construimos una red a la medida de nuestras posibilidades e intereses, y que forma parte de nuestras invenciones para sostenernos mejor en la vida y ocupar un lugar en el mundo.
Cosme Sánchez