“Amaneció en Bilbao, eran casi las nueve de la mañana, y medio cielo cubierto de nubes, la pista estaba desierta ya que todos los usuario se habían marchado muy temprano.”
Dos barrenderos barrían la pequeña pista de football sala y sus inmediaciones, permanecí un rato en mi cama de cartón mientras observaba por debajo del saco todo el panorama. Cada vez que intentaba asomar la cabeza una briza de aire helado me rozaba el cuello y me lo impedía, al final tuve que levantarme forzosamente. Era un miércoles y los barrenderos tenían que barrer y limpiar la pista de frontón, no tenia nada planeado en aquel instante, así que recogí mi mochila y el saco y abandone la pista.
Realmente no sabía lo que hacer, cruce la carretera y me senté en un banco en medio del parque de Rekalde, pensando y buscando una ventana que me sacara de la oscuridad en la que estaba sumergido. Al final decidí hacer un recorrido por la ciudad de Bilbao, para conocer su gente y su historia. Avancé lentamente por la avenida de Rekalde sin detenerme y dirigí la mirada hacia el puente para después desaparecer detrás de los edificios camino a no sé dónde.
Tras un rato de caminata, llegué a la Callede San Francisco que no tardé en reconocer, avance unos metros y bajé por la Calle2 de Mayo hasta llegar a un puente que unía esta calle con el casco viejo. Me acerqué a una placa metálica donde no pude localizar el nombre del puente, eso sí, un poema del escritor Miguel de Unamuno me llamó la atención. Empezaba así: “son mi Bilbao, tu corazón los puentes”. Bilbao es una ciudad de puentes por excelencia, puentes por doquier unen las dos partes de la ciudad, verdaderas obras de arquitectura de hormigón y metal. En fin el arte de los puentes nunca ha sido mi fuerte.
“Libre de cualquier lazo con el resto del mundo, crucé el puente y me adentré por las estrechas calles del casco viejo.”
Modestas tiendas de comestibles, bares, fruterías, librerías, los establecimientos apenas se separan, en las paredes pude observar las huellas de las inundaciones que sucedieron en la década de los ochenta, era considerable la subida del nivel de agua en el barrio del casco viejo. Casas antiguas y monumentales sucumbieron bajo el agua de aquel lejano desastre natural. La ciudad, ya recuperada, presenta otro paisaje; un paisaje especial. Tras recorrer unos metros sorteando obstáculos, me senté en un banco enfrente de la boca del metro del casco viejo, permanecí inmóvil durante unos segundos, finalmente decidí subir cuesta arriba por la amplia y larga escalera pegada a la boca del metro. Subí por aquella escalera hasta llegar a la cima, allí me encontré con un amplio parque, el parque Echevarría se llamaba aquel parque lleno de césped y arboles, merecía la pena subir hasta allí -pensé- desde lo alto se podía ver casi todo el centro de Bilbao ,un paisaje muy agradable y a la vez muy inspirador.
Saqué mi agenda y empecé a escribir y escribir para romper todo lo que escribía. Permanecí sentado en el césped, la gente iba y venía, algunos se acomodaban a leer sus libros en el amplio césped que ataviaba el parque, no muy lejos se encontraba un recinto donde un grupo de ancianos jugaba a la petanca alegremente. Transcurridas las horas llegó el atardecer y desde mi ubicación pude ver como los rayos del sol se reflejaban en los cristales del edifico de BBVA y en la punta del campanario de la catedral que surge entre las casas del casco viejo. El pobre no se queda quieto dice un refrán del desierto, y en realidad en aquel instante deseaba reencarnarme en un pájaro o tan solo en un mosquito para poder volar en aquel espacio. Soñar es gratis de modo que cerré los ojos y me imagine volando por aquel paisaje surcando el cielo de la ciudad de Bilbao.
Para volver luego a la realidad, en mi cerebro se libraba una batalla absurda que no logré definir, tal vez estaba cronometrando los escalones que había que bajar. Me levante para estirarme y me eché otra vez sobre el césped, el ambiente era poético, espontáneamente me acordé de los mandamientos de Ítaca, saque mi agenda y empecé a leer:
ÍTACA…
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
Debes rogar que el viaje sea largo
Lleno de peripecias, lleno de experiencias,
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes
Ni la cólera del airado Poseidón
Nunca tales monstruos hallaras en tu ruta
Si tu pensamiento es elevado
Si una exquisita emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo
Los lestrigones y los ciclopes y el feroz Poseidón no podrán encontrarte
Si tú no los llevas ya dentro en tu alma
Si tu alma no los conjura ante ti
Debes rogar que el viaje sea largo
Que sean muchos los días que te vean arribar con gozo,
Alegremente a puertos que tú antes ignorabas
Acude a muchas ciudades del Egipto para aprender
Y aprender de quienes saben
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca
Llegar ahí, he aquí tu destino, mas no hagas con prisa tu camino
No has de esperar que Ítaca te enriquezca
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje
Sin ella jamás habrías partido, mas no tiene otra cosa que ofrecerte
Si la encuentras pobre Ítaca no te ha engañado
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
Sin duda sabrás ya que significan las Ítacas.
KONSTANTINOS KAVAFIS poeta griego
——————————————————————————————————————–
“El planeta tierra giró, y el sol desapareció. Llegó la noche, de modo que recogí mi mochila y el saco, y partí como un nómada en busca de agua y comida que se agotaron.”
Iba a bajar por las anchas y largas escaleras que comunican el parque con el casco viejo, pero da la casualidad o la causalidad, que mientras caminaba debajo de aquellas tristes farolas que mi iluminaban, una señora mayor me interrumpió el camino y sin mediar palabra me ofreció una bolsa blanca que contenía algo de comer -pensé yo y acerté- aquella señora mayor me dio la bolsa y se marcho, – ¡¡gracias!! Eskerrik asko!!!! – grite con una sonrisa, idioma internacional, mientras la anciana se alejaba, en la bolsa había un taper que contenía unas deliciosas lasañas.
Di media vuelta y volví justo a mi sitio, me liberé de la pesada mochila y me acomodé sobre el saco. Auto analizando el detalle, me preguntaba: ¿existe la telepatía? ¿Las energías o las ondas? Tengo el total convencimiento, por experiencia, de que en cualquier lugar del planeta tierra, siempre habrá personas honradas, personas humanas y solidarias, en fin, seres humanos extraordinarios.
Enseguida abrí el taper y empecé a comer aquéllas deliciosas lasañas, mientras observaba el puente colgante y los diminutos seres humanos que lo cruzaban de una orilla a otra. Realmente es fascinante el paisaje nocturno de Bilbao, desde lo alto de aquella colina, entre la oscuridad, el silencio y la soledad, entré en una conversación conmigo mismo, en un intento de reflexionar, comprender y hacer un resumen de los hechos que me han pasado a lo largo del día. Por muy cómico que suene, el reflejo de la luz en la ría me producía una sensación de alegría, relajación y calma, es lógico dado que provengo de un desierto donde solo existen ríos fósiles.
Aquella noche muchas preguntas paseaban por el patio de mi mente, ¿quien es ese individuo que invento las minas ante personas? ¿Quienes ese otro que invento las fronteras imaginarias? ¿Quien invento tres mundos en un mundo? o peor a un ¿quien invento tres clases en una especie? Al final me liberé de esos pensamientos y logré salir de aquel laberinto de preguntas siempre sin respuestas. Me metí en el saco y me limité a contemplar las estrellas dejando atrás el mundo real, hasta quedarme completa mente dormido.
Me desperté de repente antes del amanecer, sobresaltado por la picadura de un insecto que no logré identificar. Volví a meterme en el saco pero ya despierto empecé a sentir picaduras por todo el cuerpo, me di cuenta que tenia vecinos no deseados. Me tocó donar sangre inconscientemente a los insectos, ¿los mosquitos o los chinches? Los primeros sospechosos en la lista, al no poder identificar a los responsables, dada la similitud del modus operandis y para aliviar el estado moral en el que me encontraba me limité a pensar – soy materia y serviré de materia para otros seres que comparten con nosotros este planeta- recogí mis cosas y baje por la escalera en busca de alguna crema o algún aceite para poder aliviar aquellos molestos picores. Busqué crema y la encontré, reciclada naturalmente, -me acuerdo que le faltaban tres años para caducar- no me acuerdo si era crema solar o crema polar- la urgencia no me dio tiempo para fijarme en estos detalles- empecé a echarme la crema por todo el cuerpo, terminada la operación, seguí caminando como de costumbre, yo y mi mochila. Paré un momento para desayunar y me senté en un banco, comí la mitad de la lasaña que me sobró de noche, terminada la ración me acorde de la señora mayor. Un viajero errante o un “vagamundos”, no suele tener prisa, eso sí mucha curiosidad. Está claro que ningún ser humano ha sido consultado para venir a este planeta, de hecho es un error dialéctico, llamar a un ser humano “ILEGAL”, porque de esa manera se llama a toda la humanidad ILEGAL, y eso incluye al inventor del término.
Lavé el taper para reutilizarlo y lancé una mirada fugitiva a mí alrededor, el ambiente seguía igual que ayer, tiendas abiertas y gente caminando por todas partes. He pasado casi todo el día anterior en el parque sentado en el césped, sinceramente no lo llamaría perdida del tiempo, al fin y al cabo toda aquella experiencia parecía ocurrir en un sueño, como toda mi vida. Seguí sentado en aquel sofá urbano, es decir, aquel banco, y abrí mi libro, el largo camino hacia la libertad se titulaba la autobiografía de Nelson Mandela. Me ahogue en la lectura hasta que me interrumpió una voz. Era un individuo que paseaba a dos perros, me preguntó amablemente si tenía un mechero, le preste el mechero, encendió un cigarrillo y me devolvió el mechero.
– Gracias- declaró el joven.
– De nada- respondí yo.- antes de proseguir su camino le formule una pregunta rápida.
– ¿No sabrá usted por favor de algún comedor social por Bilbao?- aquel individuo se detuvo un momento pensando en el nombre de una calle y al final me respondió.
– Sí, creo que está en Mazarredo veintialgo, no te lo puedo asegurar – continuó- pero sé que hay algo de eso en la calle Mazarredo- concluyó amablemente.
– Muchas gracias señor, es usted muy amble- Respondí.
– ¡De nada hombre!!- y prosiguió su camino.
Ahora ya tenía algo, el nombre de una calle, y un acercamiento al número del establecimiento. Recogí el libro, colgué la mochila en los hombros y partí con la esperanza de encontrar la calle Mazarredo. No había tiempo que perder, tras caminar sin rumbo fijo, por azar o por suerte, salí justo en la calle Mazarredo y empecé a mirar los números empezando por el numero veinte, llegue justo frente de la puerta de Mazarredo o el SMUS. Entré por aquella puerta donde había un personal de seguridad que me apuntó amablemente y permanecí en la sala de espera hasta que llegó mi turno. Hice una breve entrevista con una funcionaria muy amable que al final me entregó una tarjeta del tamaño de un DNI. Esa tarjeta era mi billete de entrada para poder entrar a comer en el comedor social, desde las 12:30 hasta las 13:30. El reloj marcaba las doce en aquel instante y yo no había comido desde el desayuno, así pues fui directamente al comedor de las Damas Apostólicas.
Conforme me acercaba al comedor, los efluvios del aceite me despertaban el apetito, crucé la calle Simón Bolívar y allí estaba el comedor, en la calle Manuel Allende. No me fue difícil identificarlo, ya que no es la primera vez que piso un comedor social. Eché un vistazo por el alrededor y entré por la puerta principal. Eran las 12:30 y todos los usuarios en fila, me incorporé a la fila hasta que llegó mi turno. Le entregué la tarjeta a la señora que estaba en la puerta, todo en orden, puedo pasar, entré, cogí los cubiertos y una bandeja metálica, avancé un poco hasta llegar al mostrador donde había tres señoras y un señor mayor que repartían la comida. Pasé por el mostrador y recibí mi ración.
Inmediatamente me liberé de la mochila, me senté en una silla y empecé a comer. De vez en cuando lanzaba una mirada furtiva, a ver si veía a algún conocido, pero no había nadie que pudiera reconocer. Así que seguí comiendo entre dos individuos que no paraban de hablar. Su conversación giraba en torno a las mil y una leyendas de los comedores sociales, que se echan pastillas a la comida, que sale uno mareado, etc… En aquellos instantes yo estaba comiendo y por mí como si quieren echar cianuro, ya escuché bastantes leyendas de ese género en otras ciudades. Estoy ya más que familiarizado con ese círculo, seré un desértico pero no tonto.
“Tengo 27 años, es decir, que llevo en este planeta 9855 días más o menos o 1407 semanas, poco tiempo en mucho espacio.”
La suficiente experiencia para desmentir y no preocuparme por los inexistentes efectos secundarios que producen esos alimentos. Salí del comedor saciado y satisfecho, cada persona es un mundo y cada uno piensa como quiere, personalmente pienso que un plato de comida ya sea hecho en casa o en un restaurante o en un comedor social me aportará las mismas vitaminas o energías que el cuerpo necesita para que este ultimo siga funcionando, con eso no pretendo recomendar nada a nadie, es mi forma desértica de entender la alimentación, es decir, no me hagas mucho caso.
Bajé por la calle Manuel Allende hasta la esquina y torcí por la derecha, avancé un poco y me encontré con la plaza de Indautxu. Una plaza en forma de Omega, aquella plaza me pareció tan acogedora que decidí fumarme un cigarrillo sentado en uno de sus bancos. Terminé el cigarrillo, cogí mi mochila y desalojé aquel banco, las picaduras de los insectos no identificados de ayer, me producían muchos picores, no paraba de rascarme como un leproso, caminé hasta Deusto. Y de allí seguí a pie por el largo carril de bicis que se cortaba y se volvía a entrelazar a lo largo del camino, solamente descansaba cuando veía una fuente de agua a la vista. Mi objetivo era llegar a alguna playa, darme un chapuzón y salir. Ya que tengo entendido que el agua del mar es un remedio natural contra las picaduras de insectos.
Tras caminar a pie más de tres horas, respirando aromas del campo y dejando mis huellas atrás en la lejanía, como un caminante que no quiere volver atrás, pasé por Luxana, Erandio, Aiboa , Algorta y Bidezabal, hasta llegar por fin a Sopelana. Nada más llegar a aquel pueblo le pregunté al primer transeúnte por la dirección de la playa, aquel individuo me indicó amablemente la carretera que tenía que seguir hasta llegar a la playa.
– Gracias. – Le dije.
– De nada.
Seguí las instrucciones que me facilitó aquel individuo y efectivamente llegué a la playa de Sopelana. Me despojé de mi ropa y me metí en las frías aguas del Océano. Permanecí largo tiempo sin salir del agua. Realmente llevaba mucho tiempo sin pisar una playa, tras unas horas, la noche amenazaba y el frió aumentó. No tuve más opción que salir del agua, recogí mis enseres e inmediatamente subí cuesta arriba hasta llegar a una pequeña plaza. Allí me senté en un banco hasta que el viento terminó de secarme el cuerpo, aunque había duchas en la playa para los usuarios, me abstuve de usarlas, a propósito quería conservar la sal en mi cuerpo hasta el día siguiente, con la esperanza de vencer las picaduras, de modo que empecé a poner la ropa sobre mi cuerpo, que adquirió un color blanco, parecido a una salina.
Seguí caminando por el sendero que me trajo hasta aquella bella playa, pero en el transcurso del camino el volumen de los picores aumentó considerablemente, desafiando aquel malestar resistí y seguí caminando por la carretera de Sabino Arana kalea que unía Sopelana con un pueblo vecino llamado Urduliz.
“Mientras hacia ese camino comprendí que no podía continuar más, estaba totalmente cansado, el cuerpo tiene sus límites.”
Finalmente decidí parar, por un lado porque ya era de noche, y por otro, las botas que llevaba me producían ampollas en los talones y en los dedos. En aquellos instantes mi único deseo era encontrar refugio en cualquier parte para poder pasar la noche y descansar, al final tuve que hacer parada debajo de un corto puente por donde pasaba el tren del metro que comunica Sopelana con Urduliz. Inmediatamente estiré el saco sobre el suelo y me eché encima, enfrente había un punto limpio de reciclaje, cerré los ojos simulando dormir a fin de coger el sueño. Al final me quedé completamente dormido y oculto bajo aquel corto puente.
Cumplido el proceso de rotación, amaneció en Igeltzera, creo que se llamaba así aquel lugar, sino me equivoco, entre los chillidos de los empleados de aquel punto limpio y el ir y venir de los automóviles. Me desperté, eran casi las nueve de la mañana, de modo que recogí el saco y la mochila con rapidez y crucé la carretera. Tras recorrer unos metros, me detuve en frente de una casa medio calcinada. Lógicamente lo primero que pensé es que la vivienda estaría deshabitada, no había ni puertas ni ventanas, tan solo unos grafitis en las paredes de afuera. Empujado por la curiosidad que mató al gato, la misma que hizo que Isaac Newton descubriera la noción de la gravedad, entré en aquella casa encendida y de aspecto fantasma.
“Nada más entrar, una sensación extraña invadió mi cuerpo.”
Todo estaba completamente calcinado por dentro, el techo de madera amenazaba con caer en cualquier momento. Frágiles paredes pintadas de color negro, humo, nidos de gorriones y nidos de arañas. Me senté sobre un cubo de plástico, hasta que de repente se despertó dentro de mí el detective que todos llevamos dentro, entonces decidí investigar la casa afondo. Por dentro la casa estaba prácticamente quemada y en ruinas, una casa en ruinas.- pobre gente los que habitaban esta casa en el momento de la tragedia– pensé mientras recorría los frágiles pasillos- Una especie de olor a humedad mezclada con carbón colonizaba el interior de la vivienda. Respirar aquel olor era como tragar el humo de un puro por la mañana recién levantado. Y yo hacía solo unos minutos que me había despertado, con el estomago vacio salí inmediatamente del estado emocional en el que estaba sumergido, busqué un hueco donde depositar mi mochila y el saco. Y salí inmediatamente de aquella casa encendida.
Liberarme del saco y de la mochila fue un alivio. Ya ligero y sin equipaje partí camino hacia Urduliz hasta llegar a la vía del tren donde me topé con unas barreras que se cerraban cada vez que el tren pasaba, para después volver a elevarse para que la gente pueda cruzar. Crucé la vía, el silencio dominaba en aquel pueblo residencial de clase media, un poco más allá había polígonos industriales y áreas comerciales, en fin, me adentré por el pueblo y tras dar una vuelta por sus calles logré reciclar bastantes alimentos para poder pasar el día. Además las picaduras y lo picores desaparecieron de mi cuerpo. Eso constituía para mí quitar una carga de encima, me puse contento y regresé con pasos alegres y resueltos hacia la casa encendida. Llegué al final y entré por la puerta camuflada entre la vegetación.
“En el interior de la casa, un profundo silencio dominaba, desolación y ausencia, en aquel ambiente semejante a un cuadro dramático de algún pintor anónimo.”
Dejé las bolsas de alimentos en el suelo, saqué una barra de pan y algo de fiambre y empecé a desayunar y almorzar al mismo tiempo. Eran ya casi la una y media de la tarde, libre de los picores, la mochila y el saco, le di un trago a la media botella de vino mientras miraba el vacio con la mente en blanco. Desaparecido aquel estado mental repentino, respiré hondo y me levanté, eché el último vistazo a aquel paisaje de escombros y madera calcinada que a mi parecer representaba la vida de un desplazado oprimido y despojado de sus enseres y me dirigí hacia la puerta. Salí a la calle teniendo en mente un destino concreto, llegar a las duchas de la playa, necesitaba urgentemente una ducha con agua dulce para eliminar la sal que cubría mi cuerpo. Así que me dirigí camino hacia la playa, llegué finalmente a mi destino, la playa estaba completamente desierta, un cielo gris cubría todo el cielo. Me dirigí hacia las duchas y me metí debajo del agua. Me duché rápido, hacia tanto frío que no pude soportar permanecer mucho tiempo debajo de aquel grifo colgante. Salí disparado y con una de mis camisetas y la ayuda del viento terminé el secado exprés.
Me vestí rápido y empecé a caminar descalzo por la arena de la inmensa playa mientras las olas rompían. Una bandada de aves en línea surcaba el cielo camino hacia el horizonte, me detuve a contemplarlas hasta que se convirtieron en puntos negros para luego desaparecer y confundirse con las nubes. Era un momento y un lugar en este mundo, donde solemos pasar esporádicamente. En aquel instante experimenté una sensación extraña de alegría e incertidumbre. Giré 360 grados, no había ni un alma en aquella playa, tan solo un paisaje desolado y alejado de la civilización. Realmente cada uno vive y entiende la vida a su manera, otros mundos en diferentes momentos, en medio de aquel paisaje y antes de partir. Por un instante, me invadió un sentimiento de felicidad propio de las tardes melancólicas, enseguida me di cuenta de que mi vida no tenía otra finalidad que ser vivida. Lleno de sensaciones, di media vuelta y caminé cuesta arriba, dejando atrás el majestuoso mar, dueño absoluto del setenta y cinco por ciento de la superficie terrestre.
Después de unos minutos de caminata llegué frente al Ayuntamiento de Sopelana. Allí estaba la carretera Sabino Arana kalea que me llevaría a la casa encendida. Caminé despacio por Sabino Arana kalea mientras el día cedía paso a la noche, hasta llegar finalmente a la casa encendida. Entré por la puerta oculta detrás de una vieja higuera.
“Dentro de la casa reinaba el silencio y la oscuridad. Encendí el mechero y empecé a inspeccionar el interior de las habitaciones en busca de un espacio donde hacer la cama y dormir lo antes posible.”
Era imposible seguir caminando por aquella oscuridad y entre tantos escombros, de modo que escogí una habitación. Estiré el saco y me tumbé. Dentro de la habitación no se podía ver absolutamente nada, tan solo oscuridad y silencio. Estos dos factores fueron suficientes para activar la neurona de mis propios recuerdos. Me sentía como un punto minúsculo en medio de la inmensa oscuridad. Aquel lugar era un lugar idóneo para viajar y navegar por mi memoria. En el interior de mi mente pasaban muchas imágenes y hechos que se entremezclaban para luego auto-formular complicadas preguntas, la mayoría sin respuesta:
“¿A quién culpar en un planeta donde no existen culpables? ¿En un planeta donde la Ley, la justicia y los derechos humanos son únicamente conceptos teóricos?”
Por lo mismo no necesariamente ocurren en la realidad, ni han ocurrido, ni es posible que lo hagan. Está claro que nadie puede cambiar la realidad mientras todas las teorías sigan teniendo sus raíces en los hechos materiales económicos y ninguna en la realidad existente. En aquel momento estaba totalmente sumergido en un espacio o en un calvario sin luz. Me sentía como en una sala de juicios, donde yo era el abogado, el fiscal y el juez. Realmente estaba sometido a un proceso muy complicado, de repente me vino el recuerdo de los insectos y decidí ponerle fin a aquel interrogatorio forzoso y liberarme de una vez de esa pesadilla.
Uno tiene que vivir realmente la experiencia para comprender exactamente el grado de la miseria humana, o como dijo Confucio: no son las malas yerbas las que ahogan la buena semilla, sino la negligencia del campesino.
“Y todo se quedo en un silencio de un infinito vacio.”
JAFAR CARCUB BACHIR
Noviembre 2013, Bilbao