MI VIAJE POR EL PAIS VASCO, por Jafar Carcub Bachir. CAPÍTULO TERCERO

“Al atardecer me despertó una extraña voz junto a mi cartón”

Abrí los ojos y vi a un hombre mayor, con una barba rubia que ocultaba su rostro pálido. Llevaba puesto un traje viejo de color azul oscuro y en la cabeza un gorro negro con el escudo del Arsenal. Como yo, de cama tenía un cartón y una manta de color gris tapaba sus delgadas piernas llegando hasta la cintura. Cerré los ojos y los volví a abrir rápidamente. Recordé que había perdido la mochila.

Grafiti en las calles de San Francisco, Bilbao.

–         Hola, ¿no habrás visto una mochila negra por aquí?- pregunté desconfiado al anciano que sostenía un libro entre las manos.

–         Si un asno se marcha de viaje no volverá a casa hecho un caballo- me contestó el anciano con total normalidad- y con una risa de complicidad añadió- las cosas se aprenden de manera abstracta o a través de la experiencia.

La respuesta del anciano no logró satisfacer mi pregunta, al contrario, despertó en mí una sensación de confusión y sospecha.

–         Me estás tomando el pelo- le contesté en tono más alto.

El anciano levantó la vista del libro y clavándome sus profundos ojos claros se calló. Tenía una mirada triste y extraña como de un desplazado transitorio.

–         ¿A dónde quieres llegar?- le pregunté al hombre mayor en un intento de razonar con él.

El anciano no se molestó en responderme, estaba sumergido en la lectura de aquel libro que llevaba por título “El túnel”, y allí continúo tumbado como si nada pasara. Al no contestar no tuve otra elección que dejarlo. Me consideraba el único responsable, lo había echado todo a perder y lo sabía. Mi debilidad física era considerable pero la debilidad psicológica era peor. En la mochila no solo había documentos, también había fotos y cuadernos, libros y ropa, muchos recuerdos. Mi pequeña casa, mi pequeña casa. Todo lo que tenía estaba allí dentro.

Permanecí un largo tiempo quieto, como una estatua, igual que un desahuciado al que acaban de quitarle la casa. No tenía más opción que aceptar la realidad tal y como era. Al fin y al cabo acepté que yo no era más que un condenado sin hogar, sin trabajo y sin futuro. Y sin documentación. En aquel momento comprendí las palabras que habían llamado mi atención en una pared del barrio madrileño de Lavapiés: La vida real comienza cuando estamos solos; cara a cara con nuestro ser desconocido. Mientras reflexionaba sobre aquella frase sopló un viento frio que me hizo temblar. El anciano seguía con la lectura. El sol desapareció y los focos se encendieron arrojando su luz sobre la pista de frontón.

Al cabo de unas horas llegó mi amigo Mahmud con un carro de compras repleto de chatarra. Retales metálicos, cables, motores de neveras y muchas cosas más. No se detuvo ni a saludarme e inmediatamente se puso a separar el cobre del hierro, clasificando cada metal en una bolsa diferente. Me levanté y me dirigí hacia él y en un tono suave le dije:

–         He perdido la mochila con toda mi documentación, mis cuadernos, las fotos… todo lo que tenía estaba allí dentro. Y creo que el viejo que está allí tumbado… – Pero antes de terminar la frase Mahmud me interrumpió.

–         El viejo ese es como mi padre- me dijo- y la mochila la tengo yo. No juzgues a la gente sin tener pruebas Yafar. Te digo eso porque eres mi amigo, si fueras otro mi actitud sería diferente. Ese hombre mayor es como mi padre- Repitió.

–         Tranquilo Mahmud- Le interrumpí- De acuerdo, lo entiendo… pero ¿Dónde está mi mochila ahora?- Le pregunté con amabilidad.

–         La tengo aquí- me respondió, ya más tranquilo.

–         ¿Aquí? ¿Dónde?- pregunté con suavidad.

–         Con la chatarra- Me respondió mientras rebuscaba en el carro de las compras.

Al poco tiempo sacó la mochila que se ocultaba debajo de aquel montón de chatarra. Ver mi mochila me produjo gran sensación de alivio, desapareció mi pesimismo y en su lugar me colonizó una inmensa alegría. La alegría de recuperar todo aquello que pensaba se había perdido. Me quedé pensativo y mi mirada reposó sobre aquel cartón que tenía delante, Mahmud seguía clasificando la chatarra y mientras tanto aquel anciano encendió un cigarrillo. En aquel momento aun me costaba creer que había recuperado mi mochila.

Mahmud estaba cansado, sudaba a chorros. Tenía la camiseta empapada ya que había pasado todo el día recortando cables y recogiendo chatarra por las calles de Bilbao. Al terminar se dirigió a mí en un tono alegre señalando al hombre anciano.

–         Yafar, este hombre es Petrov, mi amigo de Estonia. Es mi mejor amigo aquí en Bilbao, te lo presento.

–         Hola Petrov, soy Yafar- le dije al anciano como si lo conociera por primera vez.

–         Encantado de conocerte Yafar- me respondió el anciano con una sonrisa en la cara.

Nos sentamos cada uno en su cartón y me acomodé como pude mientras cacheaba mi mochila como un niño obsesionado con su juguete nuevo. Mientras tanto fueron llegando los usuarios de la pista del frontón. Todo estaba en su sitio, la mochila estaba completa. Lógicamente estaba contento, el encuentro con mi mochila me ayudó a superar la pesadilla que me atormentaba, de modo que le pedí a Mahmud que me prestara un par de monedas para comprar unos cartones de vino barato, para celebrar de alguna manera el acontecimiento. Mahmud me invitó sin pedir nada a cambio.

–         Os invito a todos a beber esta noche- gritó Mahmud entre carcajadas.

Todos los usuarios de la pista acudieron a la llamada de Mahmud igual que los soldados de infantería a la hora del recuento. Cada uno arrastraba su cartón. La manada estaba formada por siete individuos de muy diferentes puntos geográficos del planeta azul, parecíamos la Asamblea de Naciones Unidas alrededor del viejo Petrov. Enseguida empezamos a intercambiar saludos y a presentarnos unos a otros, y Mahmud partió hacia la tienda de alimentación para comprar el vino. De repente empezamos a entablar conversación.

–         La sociedad está enferma psicológicamente- declaró el viejo Petrov.

–         ¿Por qué?- preguntó Mamadu, un joven senegalés.

–         Te voy a dar la respuesta joven. Vivimos en el Siglo XXI ¿cómo podemos seguir las normas y rituales que emergen de la propia sociedad? Cuanto más nos adelantamos, es decir, avanzamos en la ciencia o lo que llaman los dueños del mundo “progreso”, parece que nos hacemos más prehistóricos, más feroces, y más injustos. Guiados siempre por los viejos y caducos ideales.

–         A veces los ideales son imprescindibles para guiar a las masas desorientadas, y no hay que olvidar que las tradiciones son las señas de identidad de los pueblos- Argumentó Tomás, un joven de Santander que se dedica a vender mecheros en la boca del metro.

–         El problema no son los ideales políticos, ni las tradiciones, ni siquiera la identidad. Todos estos elementos los podríais aparcar en un segundo plano. La prioridad que exige la población mundial es comida y agua. Y es la falta de la comida y el agua lo que justifica la guerra; más que la falta de petróleo y gas.- Saltó Leo, un muchacho de Bogotá que decía pertenecer a las FARC.

–         Ninguna guerra está justificada- gritó el viejo Petrov, y prosiguió sincero y sin tabúes- Todo es una gran mentira, el sistema solo protege y refuerza a las clases dominantes. La gran brecha entre los que más tienen y los más pobres es cada vez más amplia. Lo mismo ocurre con la capa de ozono. Los poderes económicos están fuera de todo control político, las guerras las causan los poderes económicos, no la falta de agua y comida. La falta de agua y comida solo causan la muerte.

–         ¿Y quién causa la falta de agua y comida?- Interrumpió el joven Leo en un intento de poner al viejo Petrov en aprietos.

Justo en aquel preciso momento llegó Mahmud con comida y bebida. Yo permanecía en silencio al igual que el resto, las riendas del debate las llevaban Mamadu y Leo, y por supuesto, el viejo Petrov. La conversación resultaba interesante y tuve que reforzar la imaginación para comprender la filosofía de vida del anciano y los dos jóvenes. Y llegué a la conclusión de que a pesar de las diferencias, el diálogo acerca a las personas; diferentes opiniones que coinciden y se contradicen, para después desembocar en el gran océano que es el mismo problema que sufre la gran parte de la humanidad independientemente del punto geográfico en el que se ubican. Esto, de una u otra manera, me ayuda a superar lo malo y potenciar lo bueno que hay en mí. Le di un trago al vaso de vino que me había ofrecido Mahmud y seguí escuchando. Tras beber su vaso de vino, el viejo Petrov dijo con total calma respondiendo a la pregunta de Leo:

–         La falta de agua y elementos, al igual que las guerras, sin lugar a dudas no las causan los pobres. Es la brutalidad, la falta de respeto al hombre, el atropello y la arbitrariedad de los que mandan. Ya sea en el Kinshasa o en Ámsterdam, en Madrid o en Washington. Todos los regímenes intentan suprimir la crítica a base de la represión, física o dialéctica. Sobre todo en momentos de aguda crisis.

–         ¿Y cuál es la solución entonces?- preguntó Mahmud con curiosidad.

–         ¡La desobediencia! – sentenció el anciano Petrov.

–         La desobediencia es el caos- Murmuró Tomás.

–         Yo creo que la solución al problema de la desigualdad está en la erradicación del analfabetismo. Suprimido el analfabetismo se producirá un enorme desarrollo de la ciencia y de la cultura.- repuso Mamadu indignado.

–         Hablando de cultura- dijo el anciano- la cultura no es universal. La educación está monopolizada por el poder económico que obstaculiza la construcción socialista. Suprimiendo, de esa manera, la oportunidad, la igualdad y la dignidad humana. La concentración de la riqueza es la responsable de que las personas que viven en la pobreza se vean expuestas regularmente a la denigración de su dignidad e igualdad. Con el sistema mundial vigente solo podemos esperar penurias, miseria y humillación. ¡Y punto final!- sentenció el anciano ya algo cansado.

Se acabaron los cartones de vino, Mahmud hacía ya tiempo que se había quedado dormido. Cada uno se retiró con su cartón a su lugar. El rato que habíamos pasado compartiendo opiniones y escuchando instauró entre todos una camaradería de viajeros sin destino.

Jafar Carcub Bachir

Septiembre 2013 Bilbao

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