Zygmunt Bauman nos advierte de la desaparición de los lugares sociales, lo que denomina flotar sin anclaje. Los individuos nos encontramos suspendidos en la modernidad líquida, cada persona con su objeto de goce, encapsulados en la fractura irreductible del lazo social, tecnológicamente conectados pero socialmente aislados.
El vaciamiento del lugar del educador
La furia etimológica moderna dio lugar al deseo de categorización y a la homogeneización de los individuos. El advenimiento de los protocolos, que vinieron para quedarse, ha dado lugar al vaciamiento paulatino de las funciones del educador social. El vaciamiento de sus competencias. El educador pasa a convertirse en el buen administrador que registra los datos y rellena las casillas para la gestión de los protocolos adecuados a la sociedad de control. Trabajadores eficaces y productivos. El destinatario de su acción ya no es el hombre, sino el mercado, el perfil de usuario, la categoría. Categorías sociales que borran las particularidades de los individuos.
El vínculo o la transferencia: un encuentro particular.
Pero no todo está perdido, el educador social puede tratar de producir un encuentro particular, un buen encuentro que permita “algo” al otro. En su práctica podrá tratar de alojar “algo” de la particularidad de un sujeto, de su singularidad, de su diferencia.
Toda persona necesita de alguien con quien contar, con quien contarse, es decir, incluirse.
La oferta de la palabra, y sus efectos.
Dar la palabra tiene efectos. Entre otros, que aquel que habla pueda experimentar su propia falta en ser, y que este encuentro lo interrogue hasta tal punto que pueda posibilitar la formulación de una demanda, de un llamado al otro, de una pregunta sobre sí mismo capaz de restablecer “algo” del lazo social y posibilitar un cambio subjetivo.
Lo imposible de educar
Para ello, el educador social debe conocer algo de lo imposible, de lo real, de aquello que siempre se escapa a la voluntad de los individuos, pero que irremediablemente nos habita. Aquello que empuja más allá de los inconsolables intentos de los individuos por regularlo. Debe saber que existe en cada persona un agujero que es imposible de educar, de apaciguar, una pulsión que nos trasciende, que va más allá del bien y del mal, más allá del principio del placer.
Para ello, el educador deberá ser capaz de soportar los puntos de horror de sí mismo, y del otro. Ser alguien que no siempre se va a esconder detrás de un periódico, que no va a salir huyendo del horror porque ha sido capaz de atravesar sus propios horrores.
Trabajando lo peor de uno mismo, se puede llegar a producir un hueco, y es ahí, en ese agujero, donde se va a poder alojar algo de la particularidad del otro.
Cosme Sánchez Alber