¿Cuidan los hombres de sus mayores? Un escrito de José Ángel Lozoya Gómez

 

Todas las personas queremos llegar a viejas sin envejecer, aunque con los años suelen llegar los primeros achaques, y antes o después la necesidad de ayuda para un número creciente de actividades. Todas podemos acabar necesitando ayuda hasta para lavarnos, controlar las necesidades o utilizar el servicio. En estos casos suele ser la familia la que se encarga del cuidado y casi siempre lo asume una mujer sin que medie ningún acuerdo explícito previo, por lo que los cuidados siguen estando en manos de la comunidad y no del sistema formal de salud.

El impacto sobre la salud de las personas cuidadoras es muy grande. Su vida puede llegar a girar en torno a un ser querido cada vez más dependiente, se sienten atrapadas y con sentimiento de culpa, van perdiendo las amistades, apenas salen con sus parejas y necesitan descansar. Los recursos económicos son clave para satisfacer muchas de las necesidades de las personas dependientes y de sus cuidadoras; permiten contratar ayuda, conciliar los cuidados con la vida laboral y social, reducir la conflictividad familiar y atenuar la desigualdad entre hombres y mujeres. Pero la mayoría de las personas que precisan cuidados no aportan ayuda económica, y si la prestan no suele cubrir lo que se gasta en sus cuidados. Para colmo, los recortes de ayuda a la dependencia de los últimos años han sobrecargado a las familias en general y a las mujeres en particular. Dada la influencia del género en la distribución de las actividades públicas y privadas, productivas y reproductivas, el hombre sigue muy vinculado al ámbito productivo y sigue muy extendida la idea de que las mujeres son las proveedoras naturales del cuidado. La idea misma de la discapacidad está condicionada por el género.

Vemos a muchos hombres mayores que enviudan y son incapaces de hacer las tareas domésticas que hacían sus esposas; aunque no tienen ninguna discapacidad física es evidente que tienen una discapacidad de origen social que se puede atender con cursos de formación para que aprendan a cuidar o cuidarse. La mayoría de los varones están acostumbrados a que primero los cuidara su madre y más tarde su pareja, dedicándoles tiempo, cariño, respeto y apoyo. No necesitaron aprender a cuidarse ni a cuidar de otras personas, lo que ayuda a explicar que solo un 15% de quienes consideramos responsables del cuidado de una persona mayor dependiente sean hombres.

Los hombres se ven menos presionados que las mujeres para asumir esta responsabilidad, sobre todo menos que las hijas solteras y las viudas, que son las quienes más sufren el mandato del “deber de…”. De hecho, aunque la mayoría de las y los cuidadores de mayores creen que hombres y mujeres pueden cuidar por igual, si les preguntamos quién prefieren que les cuide en su vejez son cinco veces más quienes prefieren que lo haga una hija a que sea un hijo. La evolución que hemos vivido en los modelos de familia y en el rol social de las mujeres no se ha visto correspondida con un incremento equivalente de la implicación de los hombres en lo doméstico, agudizando la crisis del sistema informal de cuidados y las desigualdades entre los sexos. Aun así el número de cuidadores aumenta lentamente, sobre todo entre quienes tienen una red familiar reducida, los casados, los parados, los pensionistas y los jubilados. Aunque sigue habiendo diferencias, hay cosas que ellos no saben hacer y acostumbran a recibir más apoyo de otras mujeres de la familia; también suelen delegar, más que ellas, algunos cuidados personales como el lavado o el cambiado de pañal.

Lo principal es la experiencia personal de cuidar y ser cuidado, pero esta actividad humana, tan importante, puede ser tan satisfactoria como dura. El cuidado de los mayores puede ocupar muchos años, las grandes dependencias suponen una dedicación de unas once horas diarias, y es preciso corregir los desequilibrios entre hombres y mujeres. La experiencia del cuidado tiene un gran potencial transformador que posibilita una redefinición de roles de género. Quienes se implican en la crianza y en lo doméstico aprenden a cuidar, a cuidarse y a ponerse en el lugar del otro para satisfacer sus necesidades, lo que propicia que tengan mejor disposición a cuidar de sus mayores.

El cuidado a los mayores es un reflejo de las prioridades de una sociedad y de sus desigualdades y necesitamos revalorizar el derecho a cuidar a los seres queridos anteponiendo las necesidades humanas a las del mercado, un cambio con profundas implicaciones éticas que requiere igualar las oportunidades en el mercado de trabajo que penalizan a las mujeres, políticas públicas adecuadas y medidas educativas y de sensibilización social. Aunque la cobertura pública del cuidado fuera universal, la familia seguiría siendo la principal cuidadora, pero hemos de lograr que cuidar y dejarse cuidar sea una decisión libre en un reparto equitativo. Hacen falta políticas públicas a medio y largo plazo; también más recursos y mejor coordinados, que promuevan la independencia de las personas dependientes y alivien la carga de quienes las cuidan. No obstante, la participación creciente de los varones en el cuidado cuestiona las atribuciones de género; invierten en él cantidades similares de tiempo y muestran que las diferencias en cuanto al tipo de tareas de cuidado o de responsabilidad sobre la persona atendida son menores de las que cabría suponer. Es decir, que cuidan o pueden cuidar cuando han de hacerlo. La población va a seguir envejeciendo, y para incrementar la implicación de los varones hemos de combatir las expectativas no escritas sobre quién debe cuidar, admitiendo que los hombres aprendemos a hacer todo lo que nos interesa.

 

Sevilla, marzo 2016 

José Ángel Lozoya Gómez

Miembro del Foro y de la Red de hombres por la igualdad

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