Cartas mensajeras a un amigo de Bilbao. Capítulo 2 Nómada Urbano

Bruce Davidson 1950 Gangs of New York

Bruce Davidson 1950 Gangs of New York

Cuando las cosas te tocan, te tocan sin avisar. Por la mañana, cuando el policía de guardia avisó de que nos llamaran a despertar, yo ya llevaba horas despierto… Finalmente el barco llegó al puerto de Ceuta; custodiados por la Policía Nacional, nos subieron de cuatro en cuatro en coches de la Guardia Civil. Y del puerto, directamente para los calabozos de la Policía Nacional de Ceuta. Allí tuvimos que pasar la noche.
A mi paso por Ceuta, terminé mi aventura por Europa, y espero que me vaya bien en África; aunque nunca estuve por el norte de Marruecos, no tenía miedo pues confío en la bondad de las personas. Durante todos mis años de viaje he aprendido mucho de otras culturas, aprendí a hablar español, trabajé en muchos oficios, pero lo más importante que me ha dejado este viaje es creer y confiar en el ser humano. Mucho se habla de que el mundo está mal y el ser humano es un desastre, pero no todo es verdad. Desde hace ya años, he podido contar con la gente que me han echado la mano, una sonrisa y un vaso de agua. “Hay que ser amable con todo lo que respira, con toda vida“. En aquellos momentos la gran dificultad que se me presenta y que exigía una gran responsabilidad es la preparación de mi viaje hacia el Sahara occidental, exactamente al Aaiún y la dificultad no se halla en el tiempo que tardaré en recorrer los mil y poco kilómetros hasta mi casa. La dificultad está en conseguir retirar el dinero que mis padres me mandarán y al mismo tiempo encontrar a la persona que me lo retirará sin timarme.

Cuando nos bajaron de los autobuses ya estábamos en Castillejos o “Fnaidak”, territorio marroquí. Allí todos fuimos entregados a las autoridades marroquíes. La policía marroquí nos metió a todos en un calabozo de grandes dimensiones, con barrotes que daban a la puerta de la comisaria donde podíamos, desde el interior, ver a todo el que entraba y salía de la comisaría, mujeres y hombres detenidos y puestos en libertad por sacar alcohol desde Ceuta clandestinamente, otros por pequeñas peleas por la mercancía etc.

En realidad, no me llamaba la atención ni los que entraban ni los que salían, ni siquiera las mismas personas que compartían conmigo la celda. En aquellos instantes un sentimiento muy extraño me invadió el cuerpo, era incapaz de reaccionar ni analizar nada. Por mi mente pasaban los momentos y las caras de las personas con quien compartí una parte muy grande de mi vida, y muy buenos momentos, entre Madrid y Bilbao. Transcurrieron momentos y circunstancias imborrables de mi mente, mi inconsciente engañado por la rutina pensaba que todavía estaba en Madrid. Pasamos aquella noche en aquel calabozo de hierro y cemento. Al día siguiente pasamos por un rápido interrogatorio y fuimos puestos todos en libertad. Conseguí recuperar mi mochila, pero no mi cartera y salí de allí sin mirar para atrás con la mochila vacía y los bolsillos también.

Realmente dejé con tristeza la península Ibérica cuya urbe cambié por un mundo de pueblos de adobe, dicen que cambiar de costumbre es semejante a la muerte; y es verdad, así yo no podía. En un terreno antes desconocido, desprenderme de mis recuerdos de España era una tarea difícil, llevaba a Madrid y Bilbao pegadas a los huesos. En el norte de Marruecos, por contraste diferente, todo me recordaba a estas dos ciudades, el silencio y la soledad me traían a la memoria el movimiento nervioso y constante de esas ciudades, el ruido urbano de Lavapiés, de los bares, el metro y las callejuelas del casco viejo se habían convertido para mí en un anchísimo mundo de silencio y tranquilidad, donde a cada paso parecía que no me había movido de mi sitio. Todo me parecía inmenso e interminable.

Había cambiado el interminable ruido de las ciudades por el silencio de los inmensos campos y montañas donde sólo se escuchaba el silbido de los vientos. Iba caminando sin saber que hacer ni a donde ir, como un trozo de plástico llevado por los aires, tenía la sensación de haber caído en una trampa, estaba totalmente desolado, llevaba a cuestas como una carga pesada los catorce años en el continente europeo, será por eso que llaman la fuerza de la costumbre. Al principio mi mente se sentía desconcertada, acababa de ver por primera vez el norte de Marruecos, no tenía miedo, pero si esperanza, me encontraba metido en una vasta soledad. El recuerdo de España ya empieza a ser lejano, al juntar los recuerdos como si fueran fragmentos de unas vivencias rotas y enterradas. Una visión distinta de la realidad en la que me encontraba me invadió, antes de ponerme en marcha, todo quedó a mi espalda y ante mis ojos se presentaba un paisaje muerto. Se me hizo tan extraña la caminata desde el puesto fronterizo hasta el “Fnidak” que enseguida me di cuenta que necesitaba para adaptarme a esa tierra hacer un nuevo aprendizaje.

En este territorio el tiempo no cuenta, tiene un valor completamente diferente al que estaba acostumbrado a darle. Recorrí con cierto esfuerzo el primer tramo del camino hacia el pueblo de Castillejos, a medida que avanzaba cambiaba el entorno y con el cambiaba mi estado anímico, triste y cansado. Finalmente llegué al pueblo que estaba a pocos kilómetros de la línea fronteriza, entré al pueblo sin un centavo en los bolsillos, necesitaba hacer una llamada urgente al Sahara, para poder contactarme con mi familia y proseguir mi camino hacia el Aaiún, pero me encontraba en una situación difícil, sin carné de identidad ni pasaporte, aunque conseguiría llamar no puedo retirar el dinero que me mandarán mis padres. Después de catorce años indocumentado seguía siendo un indocumentado, esta vez en otro territorio.

No había tiempo que perder, empecé a dar vueltas por el zoco del pueblo sin conocer a nadie a quien podía pedir un favor. Necesitaba comer, beber y una ducha. Seguía deambulando por el zoco y los alrededores hasta el atardecer, sin resultado ninguno. Nadie me preguntó en todo el día ni de donde venia ni a donde iba, ni se necesitaba algo. Es normal, ya que nadie sabía la situación en la que me encontraba en aquellos momentos. Finalmente, cansado de andar, decidí sentarme alado de un vendedor ambulante que vendía una especie de salchichas…

Después de rebuscar en mi mochila tuve la suerte de encontrar una moneda de dos euros. Tras negociar el valor de la moneda de dos euros que apareció en la esquina de uno de los bolsillos de mi mochila logré cambiarlos por 20 dirhams a un anciano. Me sentía como aquel niño que le dieron un paquete de caramelos y se los empezó a comer a toda prisa, pero cuando se dio cuenta que quedaban pocos, los empezó a saborear con más tranquilidad. Compré un bocadillo de salchichas y un vaso de té, cortesía del cocinero. El sol desapareció y colonizó la noche.

El frío de enero casi se convierte en hielo por las noches de Castillejos. Caminé entre esas calles y casas que parecen que se conservan como antaño, tiendas y terrazas de aspecto colonial con alfombras y macetas de barro; una pequeña luz parecía a lo lejos como un candil de gas, a pesar de que por el día hacía calor, por la noche el frío era intenso y en el aire soplaban fuertes ráfagas de viento que hacían temblar las frágiles puertas de madera de los comercios. La noche, en el pueblo de Castillejos, es más atractiva que el día. Los zocos repletos de personas de todas las edades, entre los chillidos de los vendedores de verduras y los chillidos de las gallinas y corderos, proseguí mi camino dando vueltas en círculo. El zoco, para mí, era el único lugar donde había vida.

La casualidad es mejor que mil encuentros. Proseguí mi camino giratorio y de repente en una de las entradas del zoco me crucé con Monir, un chaval marroquí a quien conocí en Madrid, en el barrio de Lavapiés y que fue expulsado.

Nos saludamos y nos fuimos a tomar unos vasos de té en una cafetería del zoco. Monir vivía en Tánger y venía a trabajar con un familiar suyo llevando mercancía de la frontera. Le conté brevemente la situación en la que me encontraba, Monir tenía que partir dentro de media hora con su jefe hacia Tánger y era el único ser que logré conocer en todo el dia. Antes de ir me dio dos billetes que me sirvieron mazo, le agradecí el gesto, y también me puso en contacto con un amigo suyo que vivía en el pueblo; se marchó. Intenté ponerme en contacto con el chico del pueblo, pero no cogía el móvil y los locutorios empezaron a cerrar.

Finalmente, no conseguí contactar con él por no sé qué motivo. Bueno, ya tenía algo de dinero para llamar y para desayunar, y si tengo suerte encontraría un sitio donde pasar la noche. Realmente me encontraba agotado por el cansancio que cada vez me hacía perder fuerzas y energía. Decidí hacer una parada debajo de un árbol donde había un niño vendiendo tabaco suelto, me dirigí hacia aquella criatura y le pregunté si conocía algún hotel barato, sin mediar palabra me señaló con el dedo hacia la calle de enfrente. Entré por aquella calle iluminada por tristes farolas de luz amarillenta, no sabía exactamente dónde estaba el hotel, al final de la calle me encontré con un antiguo edificio sin placa ni nada, donde se producían gritos y ruidos de música. Era uno de los hoteles clandestinos, sin licencia, del pueblo.

En Marruecos hay una dicotomía donde existe lo de primera y lo de segunda mano, hoteles de segunda, taxi clandestino, etc… Entré por la puerta de aquel edificio y antes de llegar al verdadero dueño me timaron ya dos personajes. El hotel parece más bien una casa okupa y cobraban 10 dirhams, un euro, pasé como pude aquella noche entre los gritos y las borracheras de las habitaciones de al lado, que parecía que me separaba de ellos una pared de cartón.

En el interior de la habitación no había ni mantas ni luz ni agua; tan sólo un colchón gigante que olía a mil demonios de tanto usarlo. Quité el colchón del medio y decidí usar unos cartones para amortiguar el frío del suelo y enseguida me tapé con mi chaqueta, y de almohada mi mochila. Seguía en el mundo de las pesadillas en camas de cartón, no conseguí pegar ojo hasta las cinco de la madrugada y cuando lo hice se me presentó el dueño a las seis de la madrugada justo cuando el imán de la mezquita llamaba al rezo. Me dijo: me tienes que pagar otros 10 dirhams si quieres seguir usando la habitación. Sin responderle recogí mi mochila y me fui del lugar. Mi capital no alcanzaba para todo. Mientras el sol se iba asomando, el pueblo comienza a ponerse en movimiento. Grupos de personas, en su mayoría mujeres, se dirigían dirección a la frontera con Ceuta, las tiendas empiezan a abrir y el zoco empieza a cobrar vida. Me dirigí directamente hacia el zoco que para mi representaba una especie de centro de la ciudad.

Por un lado, triste por mi situación, y por otro feliz de que mi pobreza no me llevará a la banca rota. Empecé a reaccionar e intentar comunicarme con los demás para poder llamar a mis padres y decirles que me mandaran el dinero a nombre de alguien. Los fundadores imponen y los súbditos aceptan, por desgracia la compleja realidad que vivimos todos los países mal llamados tercermundistas desafía a mi experiencia adquirida. Y es una de las muchas problemáticas que están viviendo nuestras sociedades árabes en este siglo veintiuno, aquí todo el mundo quiere una propina por la mínima acción que haga.

El sentimiento de solidaridad es casi nulo, somos una sociedad dividida cuyos miembros luchan entre sí para sobrevivir. Y si puede ser enriquecerse a costa del débil, como si se tratara de una verdadera jungla. Cada uno a lo suyo. Por suerte, sólo me queda un día en este pueblo fronterizo y me voy a marchar definitivamente de este lugar. Y eso es todo lo que quería en aquellos instantes.

Pasaron las horas y el atardecer amenazaba, y yo todavía sin encontrar a nadie que me ayudara a retirar el dinero. Finalmente llamé a mis padres y les conté que no había manera de encontrar a alguien de confianza que me pudiera retirar el dinero del Western Unión. Ya era de noche cuando me encontraba otra vez sentado al lado del anciano que vende bocadillos. Ya no me quedan ideas ni esperanzas para poder obtener el dinero. Estaba de mal humor y no tenía ganas ni de pensar. Miré al anciano y le dije ¿por dónde está la ciudad más cercana a este pueblo? ¡Me respondió Tetuán!! ¿Y por qué dirección está? El hombre mayor señalando con el dedo me indicó: justo detrás de aquella montaña.

Realmente no tenía dinero para llegar hasta Tetuán, pero estaba decidido a salir de allí de cualquier manera.

Decidí caminar. Para bien o para mal caminar era la única forma que me sacaría de Castillejos. No hay tiempo que perder. Solamente podía conseguir mi objetivo en una ciudad donde había más posibilidades de encontrar a alguien que me hiciera el favor de retirarme el dinero. Saludé al anciano y partí hacia Tetuán por el litoral donde hay un paseo Marítimo.

Continuará ….

Nómada Urbano

Julio 2018

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