MI VIAJE POR EL PAIS VASCO, por Jafar Carcub Bachir. CAPITULO 2, SEGUNDA PARTE

 

Grafiti barrio de San Francisco, Bilbao.

“Era ya la una de la madrugada cuando de repente escuché una voz gritar mi nombre “¡¡ Yafar!!”

Me giré hacia donde procedía el grito y vi como se acercaba Mahmud, un viejo amigo de la infancia al que no veía desde hacía más de diez años. La última vez que lo había visto había sido en Canarias, en un centro de acogida en la isla de Lanzarote. Durante este tiempo pudiera ser que yo hubiese cambiado de aspecto pero Mahmud seguía igual, no tardé ni un segundo en reconocerle. Mahmud, apodado “el pulga”, se lanzó sobre mí para darme un abrazo y entre saludos y gritos de alegría me comentó lo siguiente.

–         No sabía si eras tú o alguien que se parecía mucho a ti. He gritado tu nombre mientras pensaba: si se da la vuelta es él. Cuéntame Jafar que ha sido de tu vida y que te trae por Bilbao.

Una lluvia de preguntas caía sobre mi cabeza, me sentía incapaz de recordar unas anécdotas y unos hechos en los que supuestamente participé o estuve presente mientras ocurrían. Así que me limité a contestar afirmando que sí a todo, con la esperanza de poder recordarlos al día siguiente. Entre bromas y recuerdos de los viejos tiempos salimos de San Francisco.

–         ¿A dónde vamos?- le pregunté a Mahmud mientras observaba los edificios y las estatuas abundantes durante el camino.- Como sabrás estoy cansado y necesito dormir- continué.

–         No te preocupes por esta parte, conozco un sitio donde podrás pasar la noche y todas las noches que quieras- me respondió Mahmud– en tono más serio- Yo llevo viviendo aquí seis años, debajo del puente. Sobrevivo acudiendo a los comedores y vendiendo chatarra que logro reciclar por las calles. La vida no es tan dura, Bilbao parece una ciudad aburrida pero esconde mucho encanto.

Mientras Mahmud hablaba y hablaba sin cesar, un rincón en mi cerebro se preguntaba ¿Qué hago en realidad en esta ciudad? ¿Hice mal en abandonar Madrid? Metí la mano en el interior de mi chaqueta y saqué el último cigarro que me quedaba, lo encendí en un intento desesperado por esquivar lo que me parecían autopreguntas absurdas que no me producían otra cosa que gran ansiedad.

–         ¿Queda lejos este puente?- Le pregunté a Mahmud con voz cansada.

–         Ya casi estamos llegando, yo también estoy cansado, lo que pasa es que no sé si hay suficiente cartón debajo del puente así que paremos a reciclar cartón del contenedor azul y así evitaremos tener que volver hasta aquí.- Me respondió con un tono más serio.

Tras reciclar los cartones por fin habíamos llegado a lo que mi amigo llamaba “bajo el puente”, que resultó ser una pista de un frontón. A nuestra llegada el ambiente no podía ser más silencioso. Había unos siete individuos durmiendo sobre cartones y tapados con sacos de dormir. En plena pista de frontón con sus tres paredes junto con el suelo pintados del mismo color verde oscuro, los hombres parecían una mancha de pintura en un pañuelo. En frente, un poco más alto había un pequeño campo de futbol junto a otro de baloncesto, seis focos, tres en cada uno de los pilares que sostenían el puente iluminaban la pista. Ya no habría necesidad de dar más vueltas por la ciudad en busca de algún rincón urbano para pasar la noche, pensé mientras estiraba uno de los cartones que habíamos reciclado durante el camino. Me liberé de la mochila y la coloqué como almohada, y sin quitarme los zapatos me tumbé boca arriba y empecé a contemplar el puente que era una especie de techo gigante de hormigón sobre las excluidas cabezas de los durmientes.

Cuando giré la cabeza hacia mi amigo Mahmud pude ver como ya se encontraba sumergido en un profundo sueño. Aquella noche, a pesar del cansancio, no pude pegar ojo, sentía la necesidad, o tal vez la curiosidad, de salir de aquella pista. Andar un poco para investigar los alrededores del puente. Dejé la mochila y salí de allí. Seguí el puente para no extraviarme del camino y poder luego regresar.

No me importaba mucho deambular por aquellas calles que parecían despobladas. Finalmente seguí caminando sin rumbo fijo y me desvié del puente, de tanto ir y venir en busca del puente acabé en el casco viejo. Allí me extravié más por aquellas estrechas calles que parecían un laberinto o una encrucijada. Entonces me di cuenta que estaba caminando en círculos como un molino dando vueltas en el mismo lugar. Encontrar el camino de regreso a la pista del frontón era mi única aspiración en aquel momento. Allí había dejado mi mochila con todos los documentos importantes. Era evidente que mis pertenencias corrían el peligro de desaparecer, estaban en la pista del frontón no en el Hotel Carlton, y lo mío era un viaje sin más, no un plan de vacaciones.

Por fin logré salir del casco viejo y pude visualizar la ría. Crucé la carretera y comencé a andar despacio por la orilla de la ría hasta llegar al banco donde me encontraba al poco de mi llegada a Bilbao, entre el Guggenheim y el edificio de Iberdrola. Me tumbé encima del banco clavando mis ojos en aquel cielo nublado donde no se podían ver las estrellas. Al poco tiempo empezó a llover, un chaparrón me sorprendió y tuve que salir de allí corriendo como un lobo cuando huele a humo.

Como una fregona recién salida del cubo, no podía aguantar más, pensaba que era un imán para las desgracias y las cosas negativas, maldecía a la naturaleza por ser tan injusta conmigo. Sentía gran impotencia e intentaba ser más fuerte, como un dromedario desafiando la sed y la sequía. Al final me di cuenta que soy el ser más débil que existe en este universo. Sentí una fuerte presión en el pecho y caí de rodillas, de repente mi mente se quedó en blanco sin saber por qué. Me sentía desvinculado de la humanidad, entré en una depresión profunda y por mi mente, de nuevo, solo pasaban muy deprisa imágenes de mis amigos, de las fiestas en la casa okupa, de las tardes que pasábamos en la antigua tabacalera de Embajadores o reciclando alcohol en algún botellón de la Complutense o en la plaza España. Sentía como un vacio o la ausencia de un complemento vital en mi vida.

Al amanecer me sentía terriblemente cansado y me moría de sueño. Necesitaba urgentemente dormir, aunque fueran tan solo dos horas para recuperarme un poco antes de proseguir mi camino en busca del puente y la pista de frontón. Y allí, en la parada, me quedé dormido. Desperté cuatro horas después, me lavé la cara en una fuente y me miré en el retrovisor de un coche, estaba más flaco que un famoso en la isla de los famosos. Por fin pude ver Bilbao de día. A diferencia de Madrid, Bilbao es una ciudad muy verde, entre montañas, y llena de espacios ajardinados. Tras superar la inclemencia de la noche, una noche de pesadillas, una noche peor que aquella en la que decidí con tan solo trece años atravesar el atlántico de polizón en aquel barco de mercancías.

Después de deambular un rato por las calles llegué por fin a Rekalde, allí pude ver el puente y la pista de frontón. Eran casi las once de la mañana. La pista estaba desierta, no había nadie, todos los que estaban allí durmiendo se habían marchado. Bajé deprisa por las escaleras y empecé a buscar por todos los rincones con la esperanza de encontrar mi mochila. No la encontré por ningún lado. Me sentí más débil y más cansado que anoche. En mi mochila se encontraban todas aquellas documentaciones que llevaba años protegiendo, sinceramente no sabía qué hacer ni qué pensar. Me tumbé en uno de los cartones y asumí como pude mi triste situación, hice lo que me parecía bien, cerré los ojos y me sumergí en un sueño profundo. Era la única forma de afrontar la pérdida.

 Jafar Carcub Bachir

Septiembre 2013, Bilbao.

 

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